Tener la Mente de Cristo

Porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual. Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente. En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo. 

(1 Corintios 2:10b-16, RVR 1960)

Antes de llegar a la fe en Cristo, había partes de la Biblia que no me gustaban especialmente, y me resistía a aceptar algunos aspectos de lo que entendía. Algunas partes, como las que hablaban del amor y del perdón, me resultaban atractivas. Pero otras que hablaban del juicio por el pecado, o de perdonar a los demás, no me agradaban tanto. Y no era porque no entendiera lo que decía la Biblia, sino más bien porque no lo valoraba, apreciaba o aceptaba. Incluso en la época en que era un nuevo cristiano, yo no aceptaba automáticamente todo lo que decía la Biblia. Sabía que tenía cosas importantes que aprender, pero aún así me resistía a algunos preceptos que no concordaban con mi forma de vivir la vida. La perspectiva de mi corazón y mi actitud eran como un filtro que me permitía recibir algunas enseñanzas y me dificultaba entender o acoger otras. Sin embargo, como explica Pablo en esta carta, no soy el único que ha pasado por esta experiencia.

Al principio de este capítulo, Pablo ha estado describiendo cómo su ministerio de enseñanza no dependía de su propia sabiduría o habilidad para elaborar discursos, sino más bien, por un lado, del poder de Dios, demostrado en la crucifixión y resurrección de Cristo, y por otro lado, de cómo el Espíritu Santo obra en nosotros para enseñarnos. Pablo no quería que quienes se acercaban a escucharlo aceptaran su enseñanza gracias a su propio ingenio, sino porque Dios estaba realizando su obra, puesto que la enseñanza de Pablo procedía a fin de cuentas de Dios. Pero Pablo también reconocía que, sin la ayuda del Espíritu Santo, sus oyentes podrían no estar abiertos a esta enseñanza de Dios o no aceptarla, tomando sus palabras como necedad y no como sabiduría. No se trataba de que quienes lo escuchaban fueran lo suficientemente listos para entenderlo, sino de que estuvieran lo suficientemente abiertos a recibir la obra de Dios en ellos para poder ver el valor y la importancia de lo que Pablo les estaba enseñando. Sin la intervención de Dios, estas palabras no tenían sentido para ellos.

Cuando enseñamos, podemos estar tentados a pensar que, si encontramos la manera correcta de decir algo, nos haremos entender y nuestros alumnos estarán abiertos a entender y aceptar lo que estamos enseñando. Sin embargo, en realidad, para que alguien acepte el mensaje de las Escrituras, debe tener un corazón humilde, dispuesto a aceptar el ser enseñado, abierto a Dios y abierto a la obra del Espíritu que nos ayuda comprender lo bueno e importante que es el mensaje. Sin la ayuda de Dios, las personas a quienes enseñamos pueden fácilmente rechazar el mensaje de las Escrituras como si fuera disparatado, insensato y molesto. La obra del Espíritu Santo en las personas puede abrirlas a las Escrituras de un modo que Dios utiliza para transformarlas.

Ahora bien, ¿qué significa todo esto para mí como profesor? Personalmente, he llegado a comprender que hacer todo lo posible por preparar bien mis sesiones de estudio de la Biblia sigue siendo importante, pero el impacto verdadero y duradero de todo lo que enseño depende tanto de la sabiduría de Dios mostrada en las Escrituras como de la obra del Espíritu en las vidas de aquellos a quienes enseño. Los estudiantes cuyos corazones no están en armonía con la sabiduría de Dios y en actitud de entendimiento pueden resistirse a la buena enseñanza y subestimarla, y así ninguna enseñanza tiene un impacto duradero en sus vidas. Y por el contrario, cuando el alumno está abierto a la obra del Espíritu, su receptividad crece. Así que, además de preparar bien mis lecciones de estudios bíblicos, necesito orar por aquellos a quienes enseño, para que sus corazones estén abiertos para que el Espíritu Santo los atraiga a la fe en Cristo, y les permita reconocer y acoger la sabiduría de Dios mientras estudiamos juntos Su Palabra. También debo ser paciente y amable con los que enseño, debo reconocer lo difícil que puede ser para algunos aceptar lo que leen o escuchan. Puedo empatizar con ellos si recuerdo mis propias luchas que son similares a las de ellos.

Cuando enseñes, ten presente tus propias luchas pasadas para comprender y aceptar diferentes aspectos de la enseñanza de la Biblia. Ora por aquellos a los que enseñas, para que el Espíritu Santo actúe y les ayude a recibir las lecciones y a estar abiertos a la obra transformadora de Dios. Sé paciente con los que se resisten a lo que enseñas; recuerda tus propios desafíos. Por último, agradece la obra del Espíritu Santo dentro de ti y dentro de aquellos a quienes enseñas, reconociendo que Él es nuestro maestro y transformador, ¡que el poder de enseñar y aprender quede en manos de Dios y de su Su obra dentro de nosotros!

Padre, gracias por darme la mente de Cristo y el Espíritu de Dios que me permiten comprender y acoger lo que me enseñas a través de Tus Escrituras. Que el impacto de mi enseñanza no se base en el ingenio de mis palabras, sino en la poderosa obra de Tu Espíritu. Ayúdame a enseñar bien, a cumplir con la parte que me corresponde para ayudar a otros a entender Tu Palabra. Por favor, toma mi esfuerzo y úsalo con el poder de Tu Espíritu para instruir y transformar a aquellos a quienes enseño. Toda la alabanza y la gloria a ti Señor. Amén.

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